¡Buenas noches! Como segunda parte de este especial de Halloween os presento el siguiente relato que publiqué en sttorybox el primer día que me registré. Para haber salido de una idea "extraña", terminé sintiendo cariño por mi creación. Por eso, hoy que volví a leer el comienzo, decidí compartirlo con todos vosotros. Quizá no lo parezca por el título, el comienzo y todo el conjunto, pero contiene parte de romance (o amor, como queráis llamarlo)... Ya podéis ver que por algo está en el blog ¿no? ¡Espero que os guste!
Se
sentó en la silla del pequeño cuarto a la espera de que Lady
Miranda apareciera. Había pagado cincuenta euros para poder verla y
ya comenzaba a impacientarse. «¿Por qué siempre tiene que hacerse
la misteriosa?» pensó mientras observaba los estantes llenos de
cabezas de sapo y calaveras inquietantes. Un estremecimiento recorrió
la espina dorsal de David, que seguía esperando a que apareciera la
pitonisa.
— ¿Otra
vez por aquí, David? —preguntó una mujer pelirroja con un
turbante en la cabeza, un vestido violeta que le llegaba hasta los
tobillos y una gran cantidad de joyas, todas ellas baratijas
adquiridas en algún mercadillo de la ciudad.
—Ya
ves que sí —se limitó a decir David, un poco aburrido de que
siempre fuera la misma historia.
Lady
Miranda se acercó a la pequeña mesa redonda y se sentó con cuidado
de no arrugar su preciado vestido. La imagen lo era todo para ella.
—Veamos,
¿cuál es tu consulta esta vez? —preguntó Lady Miranda mientras
empezaba a barajar las cartas.
David
miró durante un buen rato a Lady Miranda. Su rostro sombrío se
acentuaba con la luz de las velas que los rodeaban, y su sonrisa, a
ojos del hombre, parecía más maquiavélica que otras veces. Él
tragó saliva antes de responder a su pregunta.
— ¿Cuándo
moriré y cuál será la causa?
La
sonrisa se acentuó hasta el punto de mostrar aún más aquellos
dientes sorprendentemente blancos. ¿Desde cuándo las videntes
conservaban tan bien su aspecto? Aunque debía reconocer que Lady
Miranda no era la típica vidente, ni la típica pitonisa. Lo supo
desde el primer día que la vio. Colocó dos montones de cartas sobre
la mesa y le indicó con la mano derecha que escogiera uno al azar.
No hacían falta palabras, pues David ya sabía cómo proceder. Tocó
el montón derecho mientras ella hablaba.
—El
futuro está en constante cambio. El destino maneja nuestras vidas a
su antojo y, por eso, no esperes ver nada claro en las cartas
—Las palabras de la mujer eran claras.
Con
solemnidad, colocó la primera carta sobre la mesa. David desvió la
mirada hacia la carta. El ahorcado, muy oportuno.
—Es
increíble, en todas tus consultas aparece el ahorcado tarde o
temprano.
— ¿Y
qué significa en esta ocasión? —preguntó intrigado.
—Tus
familiares siempre han influido sobre ti, pero esta vez parecen ser
más fuertes… Más fuertes que tú…
No
le extrañó lo más mínimo.
—Continúa,
por favor.
Lady
Miranda persistió con ese aura de misterio a su alrededor, con su
rostro impasible, pero aterrador y sus manos sobre la baraja. Debía
reconocer que era bastante profesional, muchísimo más que otras
pitonisas a las que consultó antes de conocerla.
—En
concreto —La siguiente carta, colocada en horizontal sobre el
ahorcado, fue la torre—, alguien de tu entorno se encargará de
confundirte más para que cometas un error. Solo uno, eso le basta.
David
quedó sorprendido ante toda esa información. Realmente era buena.
Tragó saliva a la espera de
más, mientras la mirada de Lady Miranda se clavaba sobre su rostro.
Una mirada que siempre le dejaba atontado.
— ¿Sabes
cuándo moriré? —preguntó, intentando ocultar su nerviosismo.
Estaba un poco más asustado que al llegar a aquel lúgubre lugar.
—Te
veo muy impaciente, David. El futuro se hace presente a cada segundo
que pasa, mientras que el presente se convierte en pasado a medida
que pasa el tiempo. Deberías aprender a esperar, no es la primera
vez que te lo digo.
A
pesar de parecer regañarle, su tono de voz seguía siendo relajado
con algunos toques místicos. Aquella mujer era realmente misteriosa,
de eso no cabía duda. Siempre que iba a verla, David se marchaba del
lugar con cierta tristeza. No era de extrañar que siempre volviera
inventándose nuevas consultas que, increíblemente, se cumplían
antes de que él regresara.
Estaba
siendo mucho más atrevido que en otras visitas, pero debería serlo
aun más si su muerte estaba por llegar.
Finalmente,
otra de las cartas fue depositada sobre la torre.
El
ermitaño invertido.
— ¡Oh!
—exclamó Lady Miranda con cierta sorpresa— Me parece que estas
no son buenas noticias, David —Su mano derecha, llena de anillos
baratos que simulaban tener algún valor, se posó sobre su mentón—.
La traición no es asidua en personas que no te conocen, esto
refuerza el hecho de que será alguien de tu entorno quien te
incitará al suicidio. Debes ser cauto si no quieres morir, o te
verás empujado a un vórtice del que difícilmente podrás salir.
— ¿Y
eso significa...? —preguntó David.
—Que
morirás en menos de cuarenta y ocho horas —sentenció la pitonisa.
Ambos
se miraron fijamente, como si entre ellos se estuviera librando una
batalla en silencio. Tal vez él luchara por no llorar
desconsoladamente, y ella, por no soltar una gran risotada que
perturbara la tranquilidad de su cliente. La frente de David estaba
goteando de sudor, pero no era debido al posible calor que pudiera
hacer en la estancia, sino por el terror que sentía. Por mucho que
esperara su muerte, no la tenía aún asimilada. Mucho menos si no
tenía siquiera una semana para planificarla como era debido.
—Lo
siento, David —Volvió a hablar ella para intentar tranquilizarlo,
pero él no parecía reaccionar ante la noticia.
Se
levantó de su asiento con rapidez y se acercó al hombre con cierto
temor. Sin embargo, no era el temor de la muerte lo que la acechaba,
sino el de cerciorarse de un asunto que llevaba más de una semana
rondando por su cabeza.
— ¿David?
—preguntó, bajando su rostro a la altura de la de él— ¿Estás
bien? Ya deberías saber a qué te enfrentas cada vez que vienes
aquí. No por nada cobro cincuenta euros a quienes me piden
consultas...
Él
giró la cara hacia ella y la observó durante largo rato. Solo una
idea rondaba su mente en ese instante. Pero no hizo nada, porque nada
tenía sentido ya para él. Ni su anterior escepticismo hacia ella,
ni ese amor que había creído que sentía desde la primera vez que
la vio. «Si voy a morir, ¿qué sentido tiene que lo intente?».
Pero Lady Miranda pensaba diferente. Ella era una bruja excéntrica
que parecía no tener una vida aparte de sus consultas espirituales.
Pero
ella no siempre había sido Lady Miranda. Tampoco lo era siempre,
pero prefería ocultarlo a sus clientes y a sus sirvientes. Su
cabello pelirrojo no era más que una peluca que la ayudaba a
convertirse en otra mujer, muy distinta de la tímida morena que se
escondía tras ese disfraz. Lo extraño era que, desde el primer día,
David no hubiera sido capaz de reconocerla. «No es posible que no me
haya reconocido en todo este tiempo» pensó con cierto resquemor.
Al
menos era buena en lo que hacía y, desde que lo descubrió, puso un
precio tan alto a sus predicciones para alejar de ella a toda la
clientela dispuesta a conocer su futuro. Después de conocer la
naturaleza de sus predicciones, no quería que pobres ilusos se
aventuraran al misticismo de Lady Miranda para cobrarlo después con
su vida.
Por
ello, se había resistido a no tomar los cincuenta euros que David
dejaba todas las semanas en su local. Él no se merecía todo lo que
estaba a punto de pasar y, por eso, inmovilizó el rostro del hombre
que tenía frente a sí y juntó sus labios con los de él.
Suavemente, sin permitir que aquel beso aumentara de intensidad.
— ¿Quién
eres en realidad? —preguntó David, confuso.
—Si
te lo dijera se perdería la magia.
«Tan
misteriosa como siempre» pensó él, intentando simular una sonrisa
en sus labios.
—Pero...
—añadió ella— Si me juras por lo más sagrado que tengas que no
le dirás a nadie quién soy, te rebelaré mi verdadera identidad.
Él
abrió los ojos como platos ante las palabras de Lady Miranda. Tragó
saliva.
—Lo
juro por lo más sagrado en mi vida... —«que
eres tú» hubiera querido añadir él.
Sin
embargo, ella sabía que no conseguiría contarle nada a nadie sobre
su verdadera identidad. David no tenía grandes amistades, y si las
tenía, podían contarse con los dedos de una mano. Y su familia...
De ellos mejor ni hablar. La traición a la sangre era algo que ella
no perdonaba y, por ello, le gustaría ayudarle a no morir. Pero no
podía, no debía inmiscuirse en un destino que no le pertenecía.
Las consecuencias podían ser terribles si lo hiciera.
—Vas
a morir, David, por eso creo que no te mereces hacerlo sin que sepas
quién soy en realidad... —comenzó a decir ella, decidida a
confesar su verdadera identidad— ¿Recuerdas a Fátima, la chica
que iba al mismo instituto que tú? —David permaneció unos
segundos pensativos, los suficientes como para caer en la cuenta de
quién era la chica de la que hablaba. Y la recordaba perfectamente,
había estado enamorado de ella durante gran parte de la secundaria,
pero nunca se atrevió a decírselo. Era tan tímido que se había
guardado los sentimientos para sí mismo—. Pues esa chica... —Se
llevó las manos a su turbante para quitárselo y después hizo lo
mismo con la peluca— soy yo.
El
asombro de David fue más allá de cualquier frontera inimaginable
para él.
—Nunca
me lo hubiera imaginado... —dijo él, sin saber qué más añadir.
En ningún momento se hubiera imaginado que se trataba de ella.
¡Había cambiado tanto desde que la conoció!
Ni
siquiera recordaba su voz. Su dulce voz...
—Siempre
mantuve en secreto mis habilidades. ¿Crees que me hubieran tomado en
serio si les hubiera dicho quién se escondía tras la apariencia de
Lady Miranda? No hubiera podido salir de aquí ni para hacer la
compra. Y necesito vivir la vida de Fátima también...
—Lo
entiendo —David carraspeó al descubrir que le fallaba la voz—.
Lo entiendo perfectamente.
Se
levantó de la silla, sus inquietudes ya se habían tranquilizado y
era hora de marcharse y afrontar su destino. Morir.
— ¡Espera!
—Lo detuvo ella.
Él
se giró para observarla por última vez. Quería llevarse un buen
recuerdo de ella, de la última vez que la vería como Fátima.
—No
confíes en tu madre, ¿vale? —Le pareció oír un tono de súplica
en su voz.
—Está
bien, Fáti... Digo, Lady Miranda.
Y
se marchó del lugar con cierta amargura. Descubrir, a esas alturas,
que Fátima era quien se escondía tras la apariencia de Lady Miranda
había sido un golpe devastador para él. «Ojalá
esto hubiera pasado antes» se dijo.
Al
llegar a su casa, su madre le esperaba sentada sobre su sillón
preferido. Este era negro, de cuero y adecuado para su corta
estatura. Ella, llamada Tatiana, vestía con un vestido negro ceñido
y unos tacones del mismo color. Su cabello corto y rubio le conferían
un aspecto juvenil que ya debería haber perdido. Sin embargo, sus
arrugas demostraban que su edad pasaba de los cuarenta. Observó que
había anochecido considerablemente cuando sus ojos se centraron en
la ventana que había tras ella. ¿Por qué no se habría percatado
cuando salió del Consultorio de Lady Miranda?
—Hola,
mamá —dijo él, recordando en todo momento las últimas palabras
de la pitonisa.
«No
confíes en tu madre» recordó una y otra vez.
—Hola,
hijo mío —Tatiana se movió en el sillón, produciendo así un
sonido chirriante a oídos de David— ¿Qué tal el paseo?
—Bien,
mamá, me encontré con una amiga de la infancia, Fátima, ¿te
acuerdas de ella?
Su
madre asintió con el rostro algo más sombrío de lo habitual. David
se estaba poniendo bastante nervioso. ¿Sería su madre la causante
de su futura muerte?
— ¿En
qué piensas? —preguntó, levantándose del sillón con cierto aire
misterioso— No tienes buena cara...
Intentó
acercarse, pero él no se lo permitió. Estaba demasiado asustado
como para pensar con claridad. Sin dejar de mirar a su madre se
dirigió hacia la escalera y subió corriendo las escaleras. Tropezó
varias veces debido a los nervios, pero consiguió llegar a su
habitación sin ningún rasguño. Cerró la puerta y apoyó la
espalda contra ella. Poco a poco se fue deslizando por la puerta,
sintiendo que algunas de las astillas de la madera se clavaban a
través de su ropa.
Suspiró
cuando se percató de que algo llamaba su atención sobre la mesa. Se
levantó, se acercó y vio que había una pistola y dos folios: uno
en blanco con su firma y otro, más pequeño, con una pequeña nota
de puño y letra de su madre. Sin mirar apenas la nota, cogió la
pistola con manos temblorosas y se lo acercó a la sien.
A la mañana siguiente, la policía acudió a la residencia de los Sánchez. Se había encontrado un cadáver junto a una nota de suicidio. El inspector al que se le asignó el caso descartó esa opción: el ángulo de la trayectoria no era el correcto, además... ¿Quién en su sano juicio se dispara directamente a la frente?
A la mañana siguiente, la policía acudió a la residencia de los Sánchez. Se había encontrado un cadáver junto a una nota de suicidio. El inspector al que se le asignó el caso descartó esa opción: el ángulo de la trayectoria no era el correcto, además... ¿Quién en su sano juicio se dispara directamente a la frente?
—Pobre
mujer, aún no le había llegado el momento —dijo el inspector,
guardando el cuaderno de notas en el que había estado apuntando las
irregularidades del caso—- ¿Tenía familia?
—Sí,
pero según los vecinos, el único que estuvo en la casa anoche fue
su hijo, David —respondió el joven policía que tenía a su cargo
desde hacía un mes—. ¿Cree que pudo haber sido él el asesino? Si
descartamos finalmente el suicidio...
—Tendremos
que averiguarlo...
Y
salieron de allí para dejar que el forense y su ayudante hicieran su
trabajo.
***
En
la habitación de David aún seguía la nota de su madre sobre la
mesa. En ella rezaba: «Querido
hijo, sabes que te quiero, pero debes morir antes de que amanezca. No
quisiera ser yo la mano ejecutora, no quiero mancharme las manos de
sangre contigo... Confío en que cuando me acerque por la mañana
estarás muerto. Te quiere mucho. Mamá.» Y en el suelo yacía David
con un cuchillo clavado en el pecho y una expresión de horror en el
rostro.